Peculiaridades de los ojos

por MaríaVázquez

Nadie puede negar que una de las grandes obsesiones (por no decir la mayor) del ser humano ha sido conocer la Verdad, así, con mayúsculas. De hecho, los antiguos griegos no tuvieron reparo en crear una disciplina a la que denominaron Filosofía, para tratar de buscarla de modo sistematizado. Hasta ese momento, el estudio de la verdad se había canalizado a través de las explicaciones religiosas. Y a partir de los griegos, la religión volvería a monopolizar esa búsqueda, por lo menos hasta el siglo XIX.

De todo este proceso de incesante estudio se deduce que la verdad, la realidad, no es tan fácilmente identificable como podría parecer. El ser humano entiende el entorno en el que vive y a sí mismo a través de una serie de percepciones. Aquellas que proceden de factores externos, y que son captadas por los cinco sentidos, le enseñan a comprender el mundo y su posición en él. La vista y el oído ganan por goleada al resto de los sentidos en cuanto a captura de información ya que juntos constituyen el 70% del aporte perceptivo a nuestro aprendizaje. Cuando algún sentido falla, otro debe proporcionar la información acerca de lo que nos rodea. Si no es así, estamos a merced del entorno.

Hay otro tipo de percepciones, denominadas subjetivas, que son las que sólo pueden ser percibidas por el propio individuo y que afectan, sobre todo, a su mundo interno (sensaciones, equilibrio, memoria motriz, etc.) y que aportan información muy valiosa para la supervivencia de la especie (sensación de hambre, de sed, dolor, aprendizaje de procesos mecánicos). Estas percepciones subjetivas complementan a las objetivas y dan al hombre una visión global de si mismo y del mundo que le rodea. Toda esta información entra en nuestro cerebro de modo incesante, como un torrente de datos que debemos organizar, filtrar y reconducir para actuar en consecuencia. El problema surge cuando debemos elegir cual es la información que necesitamos.

Probablemente fue la consciencia de este proceso (no somos capaces de procesar toda la información recibida y desechamos gran parte de ella) la que provocó la curiosidad del ser humano por la búsqueda de la verdad. El descubrimiento de que no podíamos atender a todos los estímulos simultáneos que recibíamos, dejó claro que no éramos capaces de elaborar un retrato de la realidad a partir de “todos” los datos, sino que necesariamente construíamos una imagen parcial a partir de sólo unos cuantos. Así que una de las primeras conclusiones a las que llegó el ser humano es que “no todo es lo que parece ser”.

El arte, en sus diferentes manifestaciones, ha sido admirado precisamente por su capacidad de reproducir la realidad. Pero ¿qué realidad?. Si lo representado en una pintura o escultura era fácilmente reconocible podía considerarse “verdadero”. Aunque para llegar a esa conclusión había que salvar otro obstáculo: no todos los seres humanos perciben del mismo modo los mismos estímulos. Así que, aquello que puede ser perfecto para unos, para otros resulta fingido. Las normas de representación académica intentaron crear una realidad estándar que fuera entendida por todo el mundo, a imagen y semejanza del concepto de realidad que defendían los filósofos presocráticos: aquello que vemos no es sino una mera apariencia que enmascara la verdadera esencia de las cosas. Para comprender el universo, que cada ser humano ve de un modo particular (idios kosmos o mundo subjetivo), los seres humanos llegan a un entendimiento a través de unas convenciones que dan en llamar mundo objetivo (koinos kosmos).

El mundo que vemos representado es, pues, fruto de una convención, de un acuerdo al que ha llegado el ser humano con sus congéneres para comprender la realidad. Cuanto más se incline la balanza hacia el universo subjetivo, más difícil será interpretar esa representación. Cuantos más elementos de ella respondan a las normas del mundo objetivo, más fácilmente llegará a todo el mundo. Siempre será más fácil identificar un paisaje holandés del siglo XVII que comprender una composición de Jackson Pollock:

Un bisonte de Altamira será más familiar para nosotros (aunque nunca hayamos visto uno delante) que una acuarela de Kandinsky:

Muchas variantes del arte abstracto, como el Neoplasticismo holandés, sostienen que lo que se representa en sus obras es el concepto puro de la realidad, desprovista de toda forma externa que pudiera engañar a la vista. De ese modo el cuadro se convierte en la esencia del arte en sí, sin la intermediación de las falsas apariencias. Algo que puede apreciarse en la obra de uno de los líderes de ese movimiento, Piet Mondrian, cuya pintura va evolucionando desde la simplificación de las formas paisajísticas a la abstracción geómetrica de la realidad.

El Neoplasticismo sostenía que todo el mundo visible podía abstraerse en sus formas elementales, que no eran otras que las líneas rectas verticales y horizontales, que formaban una especie de red que era la estructura verdadera y la esencia real de todas las cosas. Un camino similar siguió otro artista abstracto, Kassimir Malevich, cuyo objetivo era llegar a la abstracción suprema en pintura:

Su cuadro «Composición suprematista: blanco sobre blanco» parece la respuesta a esa búsqueda de la abstracción total.

Si retomamos las percepciones de las que hablábamos al principio, podemos relacionarlas de algún modo con aquellos que representa el arte en sus diversas etapas y cómo lo hace. Mientras el arte académico se centra en reflejar aquello que podemos identificar como percepciones objetivas (las que proceden de factores externos), el de vanguardia parece decantarse por las percepciones subjetivas. El action painting norteamericano (con Pollock a la cabeza) expresa el sentimiento y las sensaciones del artista a través de los materiales. Y ¿qué forma tienen los sentimientos? La expresión de los mismos se refleja en conceptos abstractos (de ahí el nombre del movimiento pictórico: «expresionismo abstracto»).

La pregunta que nos hacemos al llegar a este punto es: si ya no importan las formas externas, ¿qué representa la pintura entonces? ¿Qué función realiza si ya no sirve para ilustrar la realidad comprensible? ¿Sirve sólo para expresar el mundo interior del artista? La respuesta es sencilla: la pintura se representa a sí misma. El pigmento, la herramienta con la que se aplica, el soporte, la textura, el color: ¿acaso todo ello no conforma una realidad verdadera, liberada de los corsés formales, que puede reflejar una consciencia diferente a la de los sentidos? En eso consiste la abstracción. Es la realidad del arte que se sostiene por sí mismo y que no necesita fingir ser otra cosa para existir. Pero que también constituye un desafío para quien se pone frente a él por primera vez y se encuentra perdido ante la falta de referencias conocidas.

Recuerdo una frase de Woody Allen, ingeniosa, como todas las suyas: “¿Y si todo es una ilusión y no existe nada? Entonces he pagado demasiado por esta alfombra…” El conflicto entre apariencia y realidad salta de la filosofía griega a un cómico neoyorquino sin solución de continuidad y pone ante nuestros ojos, una vez más, el dilema de creer aquello que vemos y reconocemos o de guiar nuestra búsqueda de conocimiento por otros caminos. Quizá no estaría de más reflexionar si lo que percibimos no es sino la sombra proyectada en la pared interior de una cueva, mientras que la realidad se pasea delante de su entrada al tiempo que permanecemos encadenados a nuestras percepciones de espaldas a la luz.